martes, noviembre 18, 2008

Historias

Este texto me llegó una vez por mail y me pareció increíble. Relata una historia de esas que suceden todos los días en este país, es de Sebastián Hacher Para leerlo entero hacé clik sobre el título del post.


Cuerpos Clandestinos

Esta ahí tirada, rota por dentro y por fuera. Querría descansar, dormir por un año o dos, y despertarse sabiendo que todo fue un sueño mal soñado. Tal vez lo fue y lo siga siendo, nunca se sabe.
La vecina dice que no quiere ir al médico, tiene miedo de que le abran una causa.
Ya casi no habla. Está despierta pero sumida en su pesadilla personal, temblando sobre ese catre mugriento, símbolo y celda de su martirio cotidiano. A la vecina se nubla la vista, quizá para no desmayarse frente a ella, e inventa algo para ayudar un poco. Nadie sabe muy bien qué, pero algo hay que hacer. Si por lo menos tuviéramos una matrona, algo más se podría intentar; un yuyo, un remedio de esos que a veces se consigue, o por lo menos un manosanta que rece por nosotros.
Desde aquella vez, cuando quemó el rancho de acá a la vuelta, todo fue de mal en peor. Se ganó un poco de respeto y quizá de temor en el barrio, pero también se sintió más sola, tan sola como en realidad siempre estuvo. Ahora esa soledad se hace notar en todo; en las miradas que se inclinan a su paso o en los murmullos silenciosamente arrojados para rodear su nombre. Hasta las calles desparejas parecen callar algún secreto cuando la ven llegar.
Siempre es de la misma forma. Ella es la culpable, o por lo menos eso piensan los que en este preciso instante están comentando sus desgracias junto a los braseros donde calientan el agua para el mate. Son esos que en cada ronda engañan sus estómagos y sus cabezas con el mismo azúcar. Si ella pudiera pensar ahora, si el dolor no le estuviera partiendo el alma y el cuerpo, seguramente sentiría sus miradas, sus risitas irónicas o sus comentarios de harpías falsamente indignadas. Hijos de puta, diría con los dientes apretados, mientras las pupilas de los otros se le clavan en la espalda como escalofríos. Hijos de puta, susurraría para sus adentros antes de maldecirse a sí misma.
Ya no le quedan mas lágrimas. Cada hijo fue un llanto convertido en cicatrices pequeñas que aprendió a amar con locura. De los seis que carga por el mundo, uno se fue por desnutrición, llevado a quién sabe qué instituto, amamantado por quién sabe qué otros pechos fecundos.
Por los otros se desgarra de hambre todos los días, para que no les falte un pedazo de algo con qué alimentarse.
Dicen que el don de llorar lo perdió el día que aprendió a odiar con todo su cuerpo. O tal vez la noche que las nubes la ampararon para prender fuego el rancho, sin importar quién estaba adentro y quién miraba por las rendijas de la intimidad de sus vecinos. Total, igual iban a comentar, igual la iban a perseguir las miradas, los silencios y los secretos gritados entre el barro y la mugre.
Ella no era de hacer esas cosas, pero aquella noche no podía hacer otra cosa, porque el ritual de la venganza era el único patrimonio de los sueños que le quedaban. No era simplemente tomar revancha, era pura oscuridad, y el fuego, una forma arrojar al cielo los fantasmas que la persiguen.
No, ella no era de hacer esas cosas y tampoco estas. Dice la vecina que por eso no se escucharon gritos cuando se hundió el alambre oxidado en el vientre. Fue todo muy rápido; un golpe seco, un balbuceo triste, y tirarse en el catre a esperar la muerte o que vuelvan los sueños que se convirtieron en pesadilla.
Así la encontraron cuando estaba por desangrase.
Ahora la llevan al hospital: no queda otra, hay que correr el riesgo. La cargan en un coche, y viaja recostada sobre las piernas de alguien que tiene como única fortuna, lágrimas para regalar al mundo.
Descansa sobre el regazo, casi duerme.
En el camino abre los ojos y pide que le lean un cuento, de esos que cada sábado por la mañana escucha casi tan atenta como los hijos que le quedan.
Con los ojos abiertos repite: quiero que me leas un cuento. Y por primera vez en muchos años, ese cuerpo clandestino vuelve a ser el de una niña. Aunque más no sea por un instante.

Buenos Aires, 12 de Agosto del 2004
Sebastián Hacher
sebastian@riseup.ne

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