jueves, julio 27, 2006

Éste es el cuento que más quiero, se llama "La cuenta" y cada vez que lo leo le encuentro más imperfecto:

LA CUENTA


Parece que mejor había muerto. Estaba tirado en la cama, que de pronto se le ocurrió podía ser cualquier pasto de por ahí. Pero era su cama, más cama que nunca, con su propio perfume en la mano y el olor a la transpiración de todo el día, hoy que ni siquiera era verano. Pero a esta hora era calor lo que sentía. Todavía mirando así el techo, y encontrando su cara en las maderas que lustraba cada semana para no amontonar mugre, demasiada mugre hay en la calle, para tenerla aquí resguardada. Otra noche que veía su cara, tirado en la cama, como la nada se acuesta de noche en los cuerpos del parque.
El parque estaba más lejos, aunque seguramente era hierba lo que se movía debajo de su espalda mojada en transpiración, y no hacía nada, nada de calor. Miraba la cama. Se miraba en la cama. Otra vez las manos sucias, ahora levantarse, lavarlas como una niña lava a sus muñecas. Parecía aburrido jugar con muñecas.
Ahora se miraba en la cama que brillaba, estaba lustrada la parrilla. Uno, dos, tres, cuatro pasos hasta el baño. Hace mucho que ni siquiera sabía cuántos eran los pasos hasta el baño. Ni hasta la cocina. Ya le habían deshecho el alma otra vez. “Son esos bichos”, se decía él, “creen que no los veo”. Sí los veo. Caminan hasta aquí de noche. Ahora se atreven también de día. Ellos creen que yo no los veo llevarse uno a uno mis pelos.
Espero que uno de estos días, también se atrevan a mis uñas. ¡Qué horror!¡Llevarse mis uñas! Están limpias. No hay que llevarse las uñas de la gente.
Cuatro pasos hasta el baño. Cuatro por cuatro. Dieciséis pasos hasta el baño. Hasta la cocina. Treinta y uno desde la cama que brilla, (porque lustra la parrilla cada lunes). Pero hoy estaba cansado de caminar y cuatro por cuatro es mucho. Como el tango de Piazzola, cuatro por cuatro. Estaba cansado y si al fin de cuentas a las uñas lo mismo se las iban a llevar esos bichos. A veces le preocupan, se le nota. Porque aún cuando duerme a veces después de las dos de la tarde (es siempre desde las dos de la tarde hasta las tres y diecisiete), abre un ojo, porque los escucha.
Siempre los escucha más los lunes. Vuelve más temprano. O porque es lunes, y el domingo estuvo tanto en casa que los bichos no pudieron entrar, porque los domingos no hay siesta para dormir. Por ahí algún programa de radio o el partido, si es un clásico mejor, quizás porque ya ha perdido un poco el ritmo de las piernas y las clasificaciones futbolísticas. Los domingos no duerme siesta, ni come. Porque es domingo y el estómago se dilata tanto que no hay comida. Ni sueño.
Los lunes los bichos hacen más ruido. Vienen a llevarse un poco de pelo. No importa mucho de dónde, puede ser de la cabeza, o de la pierna, o del brazo. Pero a los del brazo no los ve. Algún día va a quedarse despierto, porque entre las tres menos veinte y las tres y diez, suele dormir con más fuerza. A esa hora debe ser de los brazos. Porque a la tarde, cuando cae todo: esto es el sol la merienda, cuando la nada se hace profunda, a eso de las siete y media, ya no siente mucha fuerza en los brazos. Ese día, seguro se llevaron los pelos del brazo.
Hay días en que no puede ni siquiera levantarse al trabajo, pero está bien, a su compañero, el que lo releva más temprano también le pasa; al menos es lo que dice cuando por la mañana suele verlo desencajado.
A veces el teléfono suena. Veintitrés pasos para el teléfono. Ahí no tiene que multiplicar nada por nada. Y ahora está sonando, pero se quedó concentrado en el brillo que hoy lo encandila desde la cama. Hace frío. En este invierno hace más frío que de costumbre y por la mañana, cuesta, la pucha que cuesta. Para colmo el brillo muestra imágenes que no están. Él lo sabe, pero se alegra de ver imágenes diminutas a su lado, tanto se alegra que de a ratos les habla, pero el teléfono otra vez.
Los martes son distintos. La tarde viene siempre con alguna euforia que no tarda en apagarse. El placard guarda no sólo ropa, sino cosas que se recuerdan. Es decir que a veces del placard sale alguna voz. A la noche ni siquiera vienen los bichos, si siquiera esos que los ve todo el tiempo. No se llevan nada de él.

Parece que suena el teléfono. Y una voz. La puerta está a cuarenta y dos pasos de la cama. Seis por siete, pero no puede levantarse. Además están ellos que vienen a llevarse sus pelos. Las uñas no. Todavía falta. ¿Y cuándo acaben conmigo? Se preguntaba un día. Alguien lo miraba, porque sabía que no irían a acabar fácilmente con él. ¿Y si un día me llevan enterito? Si me llevan enterito voy a extrañarte. Y alguien seguía mirándolo ahora con una sonrisa. Los voy a extrañar a ellos, sobre todo los martes, que no vienen siquiera.
Hoy había lustrado la cama, para no juntar más mugre, demasiada hay. Ayer no pudo levantarse de la cama, estarán acabando con él. Además era domingo. No se lava las manos. El baño. Cuatro por cuatro. Y las manos están sucias. Las uña sucias no están bien. Nadie quiere uñas sucias. Ni almas rotas. Ni corazones gastados. Ni cabezas desesperadas. Nadie quiere esto. Ayer escuchaba radio o veía partidos de fútbol y nadie vino. Nadie cocinó. Parece que suena el teléfono. Por qué no suena mañana que es martes y a las nueve y veinte ya está todo aburrido. A él le gusta la noche, como a nadie le gusta. La luna. Lo hace sentirse de la tierra. Y entero, sin bichos que se lo lleven. La luna y él es chiquito. Y cuadrado.
El rompecabezas. El lunes es rompecabezas. El martes, no tanto. Los otros días... ya no los recuerda. Miércoles, jueves, viernes, sábados. Son siete. Tampoco se multiplica.
Parece que suena el teléfono. Tiene ganas del baño. O es el timbre. No es el teléfono. No es el baño, y las manos sucias, sobre todo las uñas.
Parece que golpean la puerta. Que no me engañe, se dice. Porque la voz suena pequeña, de llanto suena, de “voy extrañar la música sincera de tus manos y la suave melodía de la tos”, de las piernas inmóviles y la saliva ligera sobre el cuerpo. Es una voz pequeña, pero no me van a engañar, no es el teléfono. Me quieren enloquecer, para llevarme las uñas. ¿Qué hago sin uñas?. Y sin alma.
Cuatro por cuatro. Me voy al baño. Las manos son mejores limpias. Es la puerta. Esa voz. Me quieren llevar los pies. Me quieren llevar a mí. El corazón está olvidado, la cabeza dolida. Las manos sucias. Los ojos se caen desde adentro. Los pies vacíos. Las piernas tiesas. Voy al baño. Tanto vacío, para mí solo al fin de cuentas. Para qué al fin de cuentas.
No voy a abrir. Seis por siete. No voy abrir. Ellos caminan hacia aquí hoy, mañana no van a venir. Es martes. El lunes es peor ahora que lo piensa, porque brilla la cama y cree que no está solo. Los bichos forman sombras para que él enloquezca. Bah, no voy a abrir.

Por fuera están los golpes. Ya van treinta golpes. Seis por cinco. El portero mira la puerta en silencio. Se mira con tristeza lo que resbala por debajo de la puerta. Se habrá caído. O serán los bichos que él insistía estaban en el techo del departamento. El portero mira la tristeza de la tristeza. Y las cucarachas bailan triunfadoras sobre la mancha roja de la alfombra.

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